Los hombres que no iban a morir

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El día que Guzmán Rojas iba a morir amaneció soleado.

Era una buena señal, pensó, no porque esperara evitar a la muerte ni porque creyera en los presagios, sino porque lo último que vería cuando su cuerpo besara la tierra sería un cielo despejado. Que triste habría sido morir un día de lluvia.
Cualquier otro habría pensado que lo verdaderamente triste de morir un día de lluvia no habría sido la lluvia, sino morir, pero a Guzmán le gustaba disfrutar del lado bueno de las cosas, y hasta una muerte tenía su lado bueno.
Cuando salió de la húmeda celda en la que había permanecido casi hacinado las últimas semanas y sintió la luz del sol en el rostro, se sintió un hombre afortunado. Afortunado por disfrutar de un sol que los hombres que no iban a morir no habrían contemplado dos veces. Los hombres que no iban a morir no gustaban de la contemplación, y Guzmán lo sabía porque no hacía mucho él había sido uno de ellos.
Caminó hasta el muro de ladrillo llevado casi a rastras por dos hombres que no iban a morir. Los hombres le dejaron de pie junto al muro de ladrillo, justo delante de tres agujeros del tamaño de un dedal.
Guzmán notó en el rostro el sabor del mar y la sal en los labios. Oyó a lo lejos los gritos chirriantes de las gaviotas y la bocina de un barco que bien habría pasado por el quejido lastimoso de una ballena. Guzmán sonrió, pero los hombres no pudieron verlo cuando cubrieron su rostro con un saco de arpillera salpicado en rojo.
—Cuenta hasta tres —dijo cuando la oscuridad lo rodeó. Notaba una gota de sudor bajar por su espalda lentamente, del mismo modo en el que lo hace la sangre. “Si cuentas es más fácil”. Está ahí, de pie, deshaciendo en su cabeza cada paso que ha dado hasta el muro aún a sabiendas que de nada le sirve. Respira despacio y nota el calor a la altura de la boca, donde el saco de arpillera le devuelve su propia respiración. Su aliento ya no forma parte del mundo así que no tiene más remedio que tragárselo como el orgullo—. Solo hasta tres.
Hubiera comenzado a contar si hubiera querido, pero sin tener tiempo siquiera de evocar el uno, una presencia a su lado le detiene. Sin saber muy bien quien temblaba, si él o aquello, decide apostar lo que le queda de humanidad a una carta.
—¿Hola?
Nadie contesta. Sabe que además de un silencioso amigo, no hay nadie. Lo sabe con la misma certeza que tienes cuando despiertas solo y no hay nadie junto a ti. A una persona como Guzmán no le achanta ni la soledad ni la compañía, y exprime su suerte.
—¿Hola? —Se mueve lentamente, arrastrando los pies, hasta que un hombro roza el suyo y se aferra a él como un ancla. —¿Quién eres?
—Rafael. —Lo dice con la lentitud de la miel cayendo sobre el pan, casi con calidez. Guzmán suspira, aliviado. A través de los puntitos de luz que arañan sus ojos puede imaginar una figura que nada le aporta más que compañía.— Rafael Ulloa.
Por el acento parece que no lleva mucho tiempo al sur de Despeñaperros.
—¿Zaragoza?
—Teruel.
—¿Y qué has venido a hacer aquí además de morir, Rafael?
El sonido que escapa a través de las hebras que ocultan su rostro bien habría pasado por una carcajada si el mundo hubiera sido un poco más justo aquel día.
—Vine a dar razones para que me mataran. —Guzmán le oye respirar con pesadez y disfruta de su voz grave en lo grave de la situación. “Razones damos todos”. El viento mueve el saco de arpillera y lo aprieta contra su cara. Esta húmedo y se le mete en la boca como un amante ávido.— Las razones ya no importan.
—Al menos no moriremos solos, Rafael. — Las cuerdas que rodean sus muñecas muerden con rabia y le regalan un par de brazaletes rojos. “Quien no se contenta es porque no quiere”. Se lo habían dicho tanto que al final había acabado por creerlo, y había sido tanta gente que ya ni les ponía cara. Oculta en las rendijas del hambre y la guerra siempre había alguna migaja.— ¿No te parece?
Permanecen de pie el uno junto al otro hasta que oyen las pisadas. Guzmán busca en su interior el lado bueno de un tercer par de pies, pero no puede ver nada en la oscuridad, así que mira al cielo a través de las lucecitas que adornan sus ojos. Cuando parpadea, lentamente, se le siembra la mirada de pestañas, como si fuera hierba, como si aún estuviera vivo. El mundo había hecho de él un hombre absurdo.
—Todos morimos solos. 

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